Trato de rellenar mis horas con algo. Con amigos, con conciertos, saliendo a disfrutar del sol, de mi nuevo entretenimiento. Pero a la vuelta de la esquina te apareces. Me surge el impulso de llamarte y contarte que he conseguido trepar sin caerme, que he mantenido el equilibrio, que he cambiado el peso de mi cuerpo en el momento justo, que me he armado de paciencia y no he tratado de hacer las cosas del tirón. De contarte que he leído algo que me ha recordado a ti. Que he escuchado algo nuevo que seguramente te gustaría. Siento nostalgia de esa cotidianidad que creamos. De esas llamadas diarias, de esas charlas a través de la pantalla, de esas conversaciones en el coche escuchando el intermitente de llegada a casa. Esa cotidianidad que se crea en la distancia. Esa cotidianidad que nunca tuvimos a diario. Pero despertar cada mañana sin sentirnos es demasiado complicado.
Tengo que llenar los vacíos que antes llenabas tú. A mis días ahora le sobran horas.
Echo de menos que me preguntes mi opinión sobre muchas cosas. Echo de menos preguntarte la tuya. ¿Sabes? Es lo que más echo de menos. Contarte. Leerte. Reírte. ¿Te lo puedes creer? Es lo que más me duele. No contar con tu opinión cuando la necesito o que no me la pidas cuando la necesitas. Gracias a eso aprendí a limpiar un poco y tú a entender que esta era mi manera de escribir. Que yo soy así y al final hasta te gustó.
Ahora necesito conseguir que lo cotidiano sea no llamarte, no sentirte, no preguntarte. Que los días vuelvan a tener veinticuatro horas y no sesenta como tienen ahora. Que el tiempo pase y vuelva su ritmo.
Quiero seguir sentada en aquella escalera buscando destinos. Pero nada es infinito.
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