4.27 a.m. A veces qué inteligente puede ser el cuerpo humano (o qué torpe, según se mire) para despertarse siempre a la misma hora. Ni un minuto arriba ni un minuto abajo. Exacto, a las cuatro y veintisiete de la madrugada. Llevaba despertándose a esa hora cuatro días. No sabía ni por qué se molestaba en mirar el reloj de la mesilla, esquivando su cabeza para poder ver la hora. Siempre era la misma. Empezaba a dar vueltas en la cama, con cuidado, para no despertarlo. Empezaba a rumiar ideas. Hacía una lista interna con cosas que hacer al día siguiente … no conseguía volver a dormir.
Así que aquella noche decidió levantarse, en parte para no estorbar, en parte para ver si cambiando su rutina conseguía romper la maldición de las 4 y 27.
Se deslizó por la cama sin hacer ruido. El calor era sofocante, pero no le molestaba. Descalza y desnuda salió de la habitación. Tampoco sabía muy bien qué hacer sin hacer demasiado ruido.
Cogió un cigarro y se asomó a la ventana de la cocina. Hay cigarros que saben distintos. Duran más, saben más, te relajan más. En la oscuridad de la noche, a través de la ventana, ese cigarro era como un pequeño faro que se encendía y se apagaba con cada calada. Nada en el horizonte, salvo miles de estrellas. Silencio absoluto, salvo unos cuantos grillos que como ella no conseguían dormir. A esas horas, en esa situación, habría deseado vivir en una gran ciudad y poder observar el ajetreo de aquellos que no duermen para entretenerse. Pero no, no había nada que mirar, salvo las estrellas parpadeantes sobre un cielo negro como el carbón. “No, no me gustan estas vistas. No me gustan ahora. No necesito paz en este momento, o al menos, no necesito esta paz.”
Apagó su cigarro y cogió otro. “Cambiemos de escenario“. Si algo le gustaba de aquella casa era su situación y la orientación de sus ventanas. Unas mirando al norte, donde se podía intuir la inmensidad de las montañas, donde la palabra infinito cobraba fuerza. Otras, hacia el sur, hacia el mar, hacia su mar, donde la fuerza de las olas a veces la quebraba por dentro y donde otras veces, la calma se hacía presente, calmándola también a ella.
“Veamos lo que tenemos en este balcón, cambiemos de rumbo. Viajemos al sur“. Mientras encendía el segundo cigarro su mar la saludó. El olor a salitre inundó sus pulmones. Se dejó llenar de mar. Se apolló con las manos en la barandilla, sacó casi medio cuerpo fuera e inspiró. Le encantaba esa sensación. Desde que una vez vivió alejada del mar repetía ese ritual siempre que tenía ocasión. Llenarse de mar, dejarse poseer. La luna, creciente, se desquebrajaba en un mar intranquilo. “Me gusta que andes revuelto, tú tampoco puedes dormir, eh?” cambió de posición para estar más cómoda. Se relajó y continuó mirando, intuyendo a las olas romper. Sólo había una cosa con la que conseguía estar no haciendo nada y perder la noción del tiempo: mirar el mar.
Así estuvo, no supo cuanto tiempo, hasta que una sonrisa callada la devolvió a su balcón. “vuelve a la cama, ya has dado muchas vueltas esta noche”. Ella sin girarse sonrió. Él siempre dijo que le gustaría poder observarla sin que se diera cuenta cuando se despertaba insomne y esta vez lo había conseguido. Lo había observado todo a través un pequeño agujero desde el otro lado de los sueños.
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