Una amiga mía, la escritora francesa Myriam Chirousse (preciosa su novela Vino y miel, en Alfaguara), me ha enseñado un dicho inglés que yo no conocía: ships passing in the night, barcos pasando en la noche. Se trata de una metáfora para describir los desencuentros que el azar procura; puede referirse a cualquier cosa, una amistad que no cuajó o un trabajo que no salió por pura mala suerte, por no estar en el lugar adecuado en el momento adecuado, pero por lo visto la frase se utiliza sobre todo para los asuntos sentimentales. Y sin duda es ahí, en el estremecido e incierto territorio del amor, en donde la imagen adquiere mayor emoción: es fácil visualizar dos grandes trasatlánticos cuajados de luces cruzándose en el mar, demasiado lejos el uno del otro, y perdiéndose lenta y majestuosamente en la noche oscura, sin haber tenido otro contacto que el eco lejano, casi idéntico, del ulular de sus sirenas.
¿Y por qué esta escena nos resulta más conmovedora si la dotamos de un contenido amoroso? Pues probablemente porque partimos de una viejísima leyenda profundamente hincada en nuestra conciencia: la ilusión del otro que nos completa, del alma gemela que supuestamente nos espera en algún lado, de ese ser tan idéntico a nosotros que podría ser nuestra consabida media naranja. Se han rodado decenas de películas románticas y se han escrito infinidad de novelas rosas abundando en la misma ñoñería, en la idea de que existe un ser predestinado para ti que anda dando tumbos por la Tierra y al cual conocerás si tienes suerte (y por cierto que haría falta tener muchísima suerte para colisionar en tu breve vida con ese único individuo entre los 6.000 millones de habitantes del planeta). Y es el peso de esta leyenda lo que cargaría de tragedia el ciego entrecruzar de barcos en la noche. Maldición, para una vez que te topas con el hombre o la mujer de tu vida, ¡resulta que por algún casual y menudo desencuentro no llegas a hablar, a quedar, a poder establecer una relación! Sudores y temblores.
La idea de la media naranja es un ensueño disparatado, pero también profundo y antiguo y poderoso, porque la pasión siempre es fusional, porque al amar queremos deshacernos en el otro, porque es fácil que te ciegue el espejismo de la semejanza con el amado. Cuántas veces, al empezar una relación, repetimos llenos de entusiasmo a quien nos quiera escuchar la lista de todos los detalles que nos unen: ¡A los dos nos encantan las películas de ciencia-ficción! ¡A los dos nos gusta bailar! ¡Hablamos los dos inglés! Y nos las apañamos de maravilla para ignorar todo lo que nos separa, esa lista de diferencias fundamentales que luego también endilgamos a los pacientes y resignados amigos una vez que hemos roto: ¡era un bruto insensible incapaz de leer un solo libro! ¡Se pasaba las horas sin hablar una palabra! ¡No tenía el menor sentido del humor!
Ah, sí: ¡cómo ansiamos que nuestros amados se nos parezcan! Si pudiéramos de verdad identificarnos totalmente con alguien, si consiguiéramos unirnos a ella o a él como el dedo a la uña, nos libraríamos de la terrible soledad existencial y de la muerte que nos espera muy dentro de nosotros, agazapada. Tal vez este anhelo de la pareja idéntica no sea más que un recuerdo enterrado en nuestras células, la añoranza del útero materno, la borrosa nostalgia de ese tiempo primero en el que fuimos dos siendo sólo uno. Todos hemos sido expulsados del paraíso, y el Edén estaba hecho de carne y agua tibia; y quizá nos pasemos el resto de nuestras vidas buscando un sustituto para ese corazón que latió durante algunos meses junto al nuestro.
Luego, en realidad, nos las apañamos como podemos con lo que hay. Y nos las apañamos bastante bien, porque los humanos somos animales adaptativos por naturaleza. Quiero decir que si hay un pueblecito con treinta habitantes en mitad del desierto australiano, y no vive nadie más en cuatrocientos kilómetros a la redonda, y en el pueblo sólo hay dos adolescentes de la misma edad, es casi seguro al cien por cien que esos dos chavales van a enamorarse. Queremos querer, necesitamos querer, y lo hacemos pase lo que pase. En una gran ciudad y con una existencia más movida que la de esos supuestos adolescentes australianos, las posibilidades de elección son mucho más amplias, desde luego, pero eso no asegura un éxito mayor de la pareja. Yo creo que, en realidad, y a partir de una base mínima de compatibilidad, las relaciones dependen sobre todo de lo que uno haga con ellas. De lo que sepas dar y lo que hayas aprendido a esperar. Total, que no hay un solo trasatlántico en la noche. Digamos más bien que estamos instalados en mitad de una ruta oceánica, y los barcos vienen y van con las orquestas tocando confusa y ruidosamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario