Estaba agotada de luchar contra su instinto, de luchar contra su cabeza. Agotada. Sólo quería dejarse llevar y que todo pasase. Sólo quería dormir hasta que no doliese. Pero sabía que no era posible.
Sentada en su sofá, con la mente en blanco, con la mirada perdida en la pantalla apagada del televisor, sin pensar en nada… así llevaba cuatro horas y cuatro más que seguiría si así conseguía descansar. Pero cada cierto tiempo su lucha interna volvía a apoderarse de ella. Una y otra vez. Esa necesidad de gritar. Esa necesidad de hacerse un ovillo y que todo terminase pronto. Pero no acababa y cada vez el dolor aparecía con más fuerza.
Sonó el teléfono por enésima vez. Para qué cogerlo. No quería hablar con nadie. Tampoco quería estar allí, aunque realmente no quería estar en ninguna parte. Quería huir, pero era imposible, ya que no podía separarse de su dolor y de eso era precisamente de lo que quería escapar. Quería escaparse de sí misma. Desaparecer de su cuerpo, que se quedara allí mientras ella volaba a miles de kilómetros de distancia. O quizá no fuera necesario ir tan lejos, puede que sólo fuese necesario alejarse unos metros … olvidarse, por unas horas aunque fuera, de lo que había pasado y sobre todo, de lo que iba a pasar.
Le esperaba aún lo peor. Escuchar el silencio, ver el aire a su alrededor parado porque nada se movía, porque no había nadie que lo moviese salvo ella. Encontrar fantasmas detrás de cada puerta, dentro de cada cajón, al doblar cada esquina. Quedaba lo peor, siempre y cuando el dolor que sentía en ese momento no la devorara antes y terminase con ella.
Quería desaparecer y no podía. Estaba allí, sobre el sofá, encendiendo un cigarro tras otro, abrazada a su cuerpo, abrazada a un cojín que aún conservaba su aroma, sin sentir nada más que dolor.
Tenía que ponerse en marcha, ya casi era la hora. Se puso sus vaqueros y su camisa preferida. Se maquilló. Quería que él la viera radiante. Bajó las escaleras como un zombi. Abrió la puerta de la calle y el sol casi la cegó, a pesar de que llevaba sus gafas puestas desde hacía tres días como parte ya de su rostro, los rayos atacaron como alfileres sus ojos inflamados de no dormir. Condujo como una autómata aunque sabía perfectamente donde terminaría el camino. Salió del coche y caminó hasta llegar a su destino.
Se sentó sobre el frío mármol y acarició las letras que formaban su nombre. Las ocho y cuarto. Justo a tiempo. Sacó del bolso una botella de vino y un par de copas y las llenó. Una para ella y otra para él. “Feliz cumpleaños” susurró. Como cada año, a las ocho y cuarto, el día de su cumpleaños brindaban y se limitaban a mirarse. Habían pasado tres días desde que él murió, pero no quería que aquella tradición muriese con él. Entonces, justo en aquel momento, el dolor cesó por un instante y por fin, rompió a llorar.
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